jueves, 8 de diciembre de 2011

1978: entre las Convulsiones y la Inmovilidad.

Octavio Paz: "Marx invierte el platonismo pero no nos ofrece una interpretación nueva de la cultura. La subversión de Marx no cambia el estatuto de dependencia de la cultura y, con ella, del hombre: somos reflejos de otra realidad, todopoderosa y oculta. La misión del hombre es adivinar la dirección y el sentido de esa realidad, asentir, aceptar la voluntad de Dios o de la Historia.".">

Por Octavio Paz

En el artículo anterior equipararé al cristianismo y al marxismo. No ignoro que son dos visiones opuestas del hombre y del mundo; tratar de tender un puente entre estas dos doctrinas, como ahora está de moda, es un ejercicio intelectual ilusorio y una depravación moral. No las comparo: señalo apenas que son dos ortodoxias. Una y otra tienden siempre a realizar esa fusión entre la idea y el poder, la doctrina y el Estado, contra la que el hombre moderno se ha levantado desde el siglo XVII. No es inimaginable –todo lo contrario- una sociedad en que la mayoría de los ciudadanos sean cristianos o marxistas; lo intolerable es que el Estado lo sea y que, en nombre de la fe oficial, persiga a los no creyentes. El Estado no debe ser ni Iglesia ni Partido: está es la primera condición de una sociedad realmente moderna y realmente democrática.

La predisposición del cristianismo –sobre todo en dos de sus formas: la bizantina y la romana- a convertirse en ideología estatal e imperial es un hecho histórico bien establecido. Sucede lo mismo con el marxismo. Hay que decir que, en su origen, el marxismo no fue una ortodoxia: fue un pensamiento crítico abierto. Marx no pudo siquiera terminar su obra central. Fueron sus herederos, desde Kautsky a Lenin, los que transformaron su pensamiento en un doctrina completa y cerrada. Así se ha convertido, para reemplazar emplear las palabras del mismo Marx, en “una teoría general de mundo… y en su compendium enciclopédico, su sanción moral, su razón general de consolación y justificación”. Es decir, en una ideología y una pseudoreligión.

Entre el marxismo y el cristianismo hay una doble relación de enemistad y de filialidad. No repetiré aquí todo lo que se ha dicho sobre el profetismo de Marx y su “traducción” al lenguaje filosófico y político del siglo XIX de la escatología judeocristiana. Pero hay otra semejanza, poco señalada y que me interesa destacar: una y otra doctrina conciben al hombre como una criatura, un producto, ya sea de la potencia divina o de las fuerzas sociales. La idea de que el hombre y sus creaciones o invenciones, lo que llamamos cultura, son meros reflejos de otra realidad se encuentra ya en Platón, padre común de todo lo que se ha pensado en Occidente. Para Platón nuestras opiniones sobre lo verdadero, lo justo y lo hermoso no son sino un reflejo de las verdaderas ideas, los arquetipos; para Marx, la cultura es una superestructura, un reflejo de la estructura económica. Marx invierte el platonismo pero no nos ofrece una interpretación nueva de la cultura. La subversión de Marx no cambia el estatuto de dependencia de la cultura y, con ella, del hombre: somos reflejos de otra realidad, todopoderosa y oculta. La misión del hombre es adivinar la dirección y el sentido de esa realidad, asentir, aceptar la voluntad de Dios o de la Historia.

La idea de que el hombre es una realidad que depende o resulta de otras realidades –sean éstas sobrenaturales, naturales o sociales- no es descabellada. Al contrario: es plausible. Pero una cosa es el valor filosófico o científico de esta opinión y otra sus consecuencia sociales y políticas. Saber que somos el resultado de otras fuerzas y poderes es saludable, puesto que nos hace reflexionar sobre nuestra condición y sus límites; en cambio, es abusivo que un grupo de hombres –secta, iglesia, partido- se declare intérprete de la voluntad de Dios o de la Historia. La noción de una iglesia custodia de la palabra divina o de un partido vanguardia del proletariado se convierte fatalmente en justificación de la tiranía de un grupo. No hay despotismo más despiadado que el de los propietarios de la verdad. Los ricos tienen mala consciencia; la de los teólogos y los ideólogos es imperturbable: dictan sentencias de muerte con la misma tranquila objetividad con que encadenan razonamientos en sus discursos. Su lógica ignora los remordimientos y su virtud la piedad. Las iglesias comienzan predicando la palabra de Dios y terminan quemando herejes y ateos en nombre de esa misma palabra; los partidos revolucionarios actúan primero en nombre del proletariado y después, también en su nombre, lo amordazan y lo oprimen.


Mi desconfianza ante las ortodoxias no me hace ignorar la preeminencia y anterioridad de los vínculos sociales: en el principio no fue el individuo sino la sociedad. Todas las sociedades, desde las bandas del paleolítico hasta las naciones de la era industrial, son un tejido de intereses, necesidades, pasiones, intuiciones, técnicas, ritos, ideas. El tejido social no está hecho únicamente de relaciones biológicas o económicas: en cada sociedad los miembros comparten ciertos principios básicos. Esos principios son el fundamento de la sociedad y cuando, por esta o aquella causa, se rompen o aflojan, la fábrica social se desintegra.

Tanto los antiguos creyentes como los nuevos, unos en nombre de  Dios y otros en el de la Historia, subrayan que una de las debilidades de la democracia consiste en no ofrecer a la sociedad un principio básico común, algo en que todos los hombres se reconozcan. La democracia no es una fuente de valores comunales como el cristianismo y el marxismo. Contesto: por una parte, la democracia no es ni una teoría de la historia ni una doctrina de salvación sino una forma de convivencia social; por la otra, la democracia también es, a su modo, una ortodoxia. Pero es una ortodoxia negativa o, más bien, neutra: el único principio básico de una democracia moderna es la libertad que tienen todos para profesar las ideas y principios que prefieran. El único principio del Estado es no tener principios: la neutralidad frente a todos los principios.

La libertad no es una filosofía ni una teoría del mundo; la libertad es una posibilidad que se actualiza cada vez que un hombre dice No al poder, cada vez que unos obreros se declaran en huelga, cada vez que un hombre denuncia una injusticia. Pero la libertad no se define: se ejerce. De ahí que sea siempre momentánea y parcial, movimiento frente, contra o hacia esto o aquello. La libertad no es la justicia ni la fraternidad sino la posibilidad de realizarlas, aquí y ahora. No es una idea sino un acto. La libertad se despliega en todas las sociedades y situaciones, pero su elemento neutral es la democracia. A su vez, la democracia necesita de la libertad para no degenerar en demagogia. La unión entre democracia y libertad ha sido el gran logro de las sociedades modernas de Occidente, desde hace dos siglos. Sin libertad, la democracia, la libertad desencadena la guerra universal de los individuos y los grupos. Su unión produce la tolerancia: la vida civilizada.


____________________________________

Fuente: artículo publicado originalmente en El Mercurio Domingo 11 de Febrero 1979. P. E8.

0 comentarios: