Por Octavio Paz
En el artículo
anterior equipararé al cristianismo y al marxismo.
No ignoro que son dos visiones opuestas del hombre y del mundo; tratar de
tender un puente entre estas dos doctrinas, como ahora está de moda, es un
ejercicio intelectual ilusorio y una depravación moral. No las comparo: señalo apenas que son dos ortodoxias. Una y otra
tienden siempre a realizar esa fusión entre la idea y el poder, la doctrina y
el Estado, contra la que el hombre moderno se ha levantado desde el siglo XVII.
No es inimaginable –todo lo contrario- una sociedad en que la mayoría de los
ciudadanos sean cristianos o marxistas; lo intolerable es que el Estado lo sea
y que, en nombre de la fe oficial, persiga a los no creyentes. El Estado no
debe ser ni Iglesia ni Partido: está es la primera condición de una sociedad
realmente moderna y realmente democrática.
La
predisposición del cristianismo –sobre todo en dos de sus formas: la bizantina
y la romana- a convertirse en ideología estatal e imperial es un hecho
histórico bien establecido. Sucede lo mismo con el marxismo. Hay que decir que, en su origen, el marxismo no fue una
ortodoxia: fue un pensamiento crítico abierto. Marx no pudo siquiera
terminar su obra central. Fueron sus herederos, desde Kautsky a Lenin, los que
transformaron su pensamiento en un doctrina completa y cerrada. Así se ha
convertido, para reemplazar emplear las palabras del mismo Marx, en “una teoría
general de mundo… y en su compendium enciclopédico,
su sanción moral, su razón general de consolación y justificación”. Es decir,
en una ideología y una pseudoreligión.
Entre el
marxismo y el cristianismo hay una doble relación de enemistad y de filialidad.
No repetiré aquí todo lo que se ha dicho sobre el profetismo de Marx y su
“traducción” al lenguaje filosófico y político del siglo XIX de la escatología
judeocristiana. Pero hay otra semejanza, poco señalada y que me interesa
destacar: una y otra doctrina conciben al hombre como
una criatura, un producto, ya sea de la potencia divina o de las fuerzas
sociales. La idea de que el hombre y sus creaciones o invenciones, lo que
llamamos cultura, son meros reflejos de otra realidad se encuentra ya en
Platón, padre común de todo lo que se ha pensado en Occidente. Para
Platón nuestras opiniones sobre lo verdadero, lo justo y lo hermoso no son sino
un reflejo de las verdaderas ideas, los arquetipos; para
Marx, la cultura es una superestructura, un reflejo de la estructura económica.
Marx invierte el platonismo pero no nos
ofrece una interpretación nueva de la cultura. La subversión de Marx no cambia el estatuto de dependencia de la
cultura y, con ella, del hombre: somos reflejos de otra realidad, todopoderosa
y oculta. La misión del hombre es adivinar la dirección y el sentido de esa
realidad, asentir, aceptar la voluntad de Dios o de la Historia.
La idea de que
el hombre es una realidad que depende o resulta de otras realidades –sean éstas
sobrenaturales, naturales o sociales- no es descabellada. Al contrario: es
plausible. Pero una cosa es el valor filosófico o científico de esta opinión y
otra sus consecuencia sociales y políticas. Saber que
somos el resultado de otras fuerzas y poderes es saludable, puesto que nos hace
reflexionar sobre nuestra condición y sus límites; en cambio, es abusivo que un
grupo de hombres –secta, iglesia, partido- se declare intérprete de la voluntad
de Dios o de la Historia. La noción de una iglesia custodia de la palabra
divina o de un partido vanguardia del proletariado se convierte fatalmente en
justificación de la tiranía de un grupo. No hay despotismo más despiadado que el de los propietarios
de la verdad. Los ricos tienen mala consciencia; la de los teólogos
y los ideólogos es imperturbable: dictan sentencias de muerte con la misma
tranquila objetividad con que encadenan razonamientos en sus discursos. Su
lógica ignora los remordimientos y su virtud la piedad. Las iglesias comienzan
predicando la palabra de Dios y terminan quemando herejes y ateos en nombre de
esa misma palabra; los partidos revolucionarios actúan primero en nombre del
proletariado y después, también en su nombre, lo amordazan y lo oprimen.
Mi desconfianza
ante las ortodoxias no me hace ignorar la preeminencia y anterioridad de los
vínculos sociales: en el principio no fue el individuo sino la sociedad. Todas
las sociedades, desde las bandas del paleolítico hasta las naciones de la era
industrial, son un tejido de intereses, necesidades, pasiones, intuiciones,
técnicas, ritos, ideas. El tejido social no está hecho únicamente de relaciones
biológicas o económicas: en cada sociedad los miembros comparten ciertos
principios básicos. Esos principios son el fundamento de la sociedad y cuando,
por esta o aquella causa, se rompen o aflojan, la fábrica social se desintegra.
Tanto los
antiguos creyentes como los nuevos, unos en nombre de Dios y otros en el de la Historia, subrayan
que una de las debilidades de la democracia consiste en no ofrecer a la
sociedad un principio básico común, algo en que todos los hombres se
reconozcan. La democracia no es una fuente de valores comunales como el
cristianismo y el marxismo. Contesto: por una parte, la
democracia no es ni una teoría de la historia ni una doctrina de salvación sino
una forma de convivencia social; por la otra, la democracia también es, a su
modo, una ortodoxia. Pero es una ortodoxia negativa o, más bien, neutra: el
único principio básico de una democracia moderna es la libertad que tienen
todos para profesar las ideas y principios que prefieran. El único principio
del Estado es no tener principios: la neutralidad frente a todos los
principios.
La libertad no es
una filosofía ni una teoría del mundo; la libertad es una posibilidad que se
actualiza cada vez que un hombre dice No
al poder, cada vez que unos obreros se declaran en huelga, cada vez que un
hombre denuncia una injusticia. Pero la libertad no se define: se ejerce. De
ahí que sea siempre momentánea y parcial, movimiento frente, contra o hacia
esto o aquello. La libertad no es la justicia ni la fraternidad sino la
posibilidad de realizarlas, aquí y ahora. No es una idea sino un acto. La
libertad se despliega en todas las sociedades y situaciones, pero su elemento
neutral es la democracia. A su vez, la democracia necesita de la
libertad para no degenerar en demagogia. La unión entre democracia y libertad
ha sido el gran logro de las sociedades modernas de Occidente, desde hace dos
siglos. Sin libertad, la democracia, la libertad desencadena la guerra
universal de los individuos y los grupos. Su unión produce la tolerancia: la
vida civilizada.
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Fuente: artículo publicado originalmente en El Mercurio Domingo 11 de Febrero 1979. P. E8.
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