domingo, 5 de junio de 2011

El ascenso de la insignificancia.



 A más de 18 años de la entrevista, otros 42 más del mayo del 68', y 65 años de la fundación de Socialisme ou Barbarie, Cornelius Castoriadis sigue sorprendiendo por la vigencia -y antelación- de su crítica aguda sobre la evolución histórico-social de occidente, los totalitarismos, y finalmente contra el sistema capitalista liberal. Entrevista de Olivier Morel a Cornelius Castoriadis el 18 de junio de 1993, difundida por Radio Plurielle y publicada en La République Internationale des lettres, junio de 1994.


OLIVIER MOREL: Me gustaría evocar, antes que nada, su trayectoria intelectual, a la vez atípica y simbólica. ¿Cuál es, hoy, su juicio sobre esta aventura que comenzó en 1949, con Socialisme ou Barbarie?

CORNELIUS CASTORIADIS
: Ya he descrito todo esto al menos en dos ocasiones,[1] así que seré muy breve. Empecé muy joven a ocuparme de la política. Había descubierto a los doce años la filosofía y el marxismo al mismo tiempo, y me adherí a la organización ilegal de las Juventudes Comunistas bajo la dictadura de Metaxas, en el último año de la escuela secundaria a los quince años. Al cabo de algunos meses, mis camaradas de célula (me gustaría decir aquí sus nombres: Koskinas, Dodopoulos y Stratis) fueron arrestados pero, aunque fueron torturados salvajemente, no me delataron. Entonces perdí el contacto, que no recuperé hasta el comienzo de la ocupación alemana. Rápidamente, descubrí que el Partido Comunista no tenía nada de revolucionario, sino que era una organización patriotera y completamente burocrática (hoy se hablaría de una microsociedad totalitaria). Después de intentar con otros camaradas una "reforma" que, por supuesto, fracasó rápidamente, abandoné el partido y me adherí al grupo trotskista más a la izquierda, dirigido por una inolvidable figura de revolucionario: Spiros Stinas. Pero una vez más, en función de la lectura de ciertos libros milagrosamente protegidos de los autos de fe de la dictadura (Suvarin, Ciliga, Serge, Barmin y, evidentemente, el propio Trotski, quien articulaba visiblemente a, b, e, pero no quería pronunciar d, e, f), pronto comencé a pensar que la concepción trotskista era incapaz de dar cuenta de la naturaleza de la "URSS" ni de los partidos comunistas. La crítica del trotskismo y mi propia concepción tomaron forma definitivamente durante el primer intento de golpe de Estado estalinista en Atenas, en diciembre de 1944. Se volvió visible, en efecto, que el PC no era un "partido reformista" aliado con la burguesía, como pretendía la concepción trotskista, sino que apuntaba a tomar el poder para instaurar un régimen del mismo tipo que el que existía en Rusia -previsión estrepitosamente confirmada por los acontecimientos que siguieron, a partir de 1945, en los países de Europa oriental y central. Eso me llevó también a rechazar la idea de Trotski de que Rusia era un "Estado obrero degenerado", y a desarrollar la concepción, que sigo considerando correcta, según la cual la revolución rusa condujo a la instauración de un nuevo tipo de régimen de explotación y de opresión, donde una nueva clase dominante, la burocracia, se formó alrededor del Partido Comunista. A este régimen, yo le di el nombre de capitalismo burocrático total y totalitario. Cuando vine a Francia, a fines de 1945, expuse estas ideas en el partido trotskista francés, lo que atrajo a mí alrededor a algunos camaradas con los cuales formé una tendencia que criticaba la política trotskista oficial. En otoño de 1948, cuando los trotskistas le hicieron a Tito, quien en esa época rompió su vasallaje con Moscú, la proposición al mismo tiempo monstruosa e irrisoria de formar con él un Frente Único, decidimos romper con el partido trotskista y fundamos el grupo y la revista Socialisme ou Barbarie, cuyo primer número salió en marzo de 1949. La revista publicó 40 números hasta el verano de 1965, y el grupo se disolvió en 1966-1967. El trabajo durante ese período consistió ante todo en la profundización de la crítica contra el estalinismo, el trotskismo, el leninismo y, finalmente, contra el marxismo y el propio Marx. Ya se puede encontrar esta crítica contra Marx en mi texto publicado en 1953-1954 Sur la dynamique du capitalisme ["Sobre la dinámica del capitalismo"], que critica la economía de Marx; en los artículos de 1955-58 Sur le contenu du socialisme ["Sobre el contenido del socialismo"], que critican su concepción de la sociedad socialista y del trabajo; en Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne ["El movimiento revolucionario bajo el capitalismo moderno"] (1960), y, para terminar, en textos escritos desde 1959, pero publicados en Socialisme ou Barbarie en 1964-1965 con el título de Marxisme et théorie révolutionnaire ["Marxismo y teoría revolucionaria"], retomados como primera parte de L'Institution imaginaire de la société ["La Institución imaginaria de la sociedad"] (1975).

Después del fin de Socialisme ou Barbarie, ya no me ocupé directa y activamente de política, salvo un corto tiempo durante Mayo del 68. Intento permanecer presente como una voz crítica, pero estoy convencido de que la quiebra de las concepciones heredadas (ya sea el marxismo, el liberalismo o las visiones generales sobre la sociedad, la historia, etc.) hace necesaria una reconsideración de todo el horizonte de pensamiento en el que se ha situado desde hace siglos el movimiento político de emancipación. Y ese es el trabajo al que me consagré desde entonces.

O.M.
: ¿La dimensión política y militante fue siempre primordial para usted? ¿La postura filosófica sería el punto silencioso que predetermina la posición política? ¿Se trata de dos actividades incompatibles?

C.C.: Ciertamente no. Pero, antes que nada, una precisión: ya dije que para mí, desde el arranque, las dos dimensiones no estaban separadas, pero al mismo tiempo, y desde hace mucho tiempo, considero que no hay un pasaje directo que conduzca desde la filosofía a la política. La relación entre filosofía y política consiste en el hecho de que las dos apuntan a nuestra libertad, a nuestra autonomía como ciudadanos y como seres pensantes- y que en los dos casos hay, en el inicio, una voluntad -reflexionada, lúcida, pero voluntad de todos modos- que apunta a esta libertad. Contrariamente a los absurdos que están de moda nuevamente hoy en Alemania, no hay fundamento racional de la razón, ni fundamento racional de la libertad. En los dos casos hay, por supuesto, una justificación razonable, pero que va más lejos, se apoya sobre lo que solamente la autonomía vuelve posible para los humanos. La pertinencia política de la filosofía es que la crítica y la elucidación filosóficas permiten destruir precisamente los falsos presupuestos filosóficos (o teológicos) que han servido tan frecuentemente para justificar los regímenes heterónomos.

O.M.: Entonces el trabajo del intelectual es un trabajo crítico en la medida en que rompe las evidencias, en la medida que su función es denunciar lo que parece obvio. Sin duda, usted pensaba en eso cuando escribió: "Bastaba con leer seis renglones de Stalin para comprender que la revolución no podía ser eso".

C.C.: Sí, pero aquí, una vez más, es necesario precisar: el trabajo del intelectual debería ser un trabajo crítico, y así ha sido frecuentemente a lo largo de la historia. Por ejemplo, en el momento del nacimiento de la filosofía en Grecia, los filósofos cuestionan las representaciones colectivas establecidas, las ideas sobre el mundo, los dioses, el buen orden de la urbe. Pero con bastante rapidez sobreviene una degeneración: los intelectuales abandonan, traicionan su papel crítico y pasan a racionalizar de lo que es, a justificar el orden establecido. El ejemplo más extremo, pero también, sin duda, el más expresivo, aunque sólo fuera por encarnar un destino y un desenlace casi necesario de la filosofía heredada, es Hegel, que al final proclama: "Todo lo que es racional es real, y todo lo que es real es racional." En el período reciente, tenemos dos casos flagrantes: en Alemania, Heidegger y su adhesión profunda, más allá de las peripecias y de las anécdotas, al "espíritu" del nazismo, y, en Francia, Sartre, quien al menos desde 1952 justificó los regímenes estalinistas y, cuando rompió con el comunismo común, pasó al apoyo de Castro, de Mao, etc.

Esta situación no ha cambiado demasiado, salvo en su forma de expresión. Con el derrumbe de los regímenes totalitarios y la pulverización del marxismo-leninismo, la mayoría de los intelectuales occidentales pasa el tiempo glorificando los regímenes occidentales como regímenes "democráticos", quizás no ideales (no sé qué quiere decir esa expresión), pero sí los mejores regímenes humanamente realizables, y afirmando que toda crítica de esta pseudodemocracia conduce directamente al Gulag. Tenemos así una repetición interminable de la crítica del totalitarismo que llega con un retraso de setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta, treinta, veinte años (algunos "antitotalitarios" de hoy apoyaban al maoísmo todavía al comienzo de los años 70), y que permite silenciar los problemas candentes presente: la descomposición de las sociedades occidentales, la apatía, el cinismo y la corrupción políticas, la destrucción del entorno, la situación de los países miserables, etc. O bien, otro caso de la misma figura, uno se retira a su torre de polietileno y cuida sus preciosas producciones personales.

O.M.: En suma, habría dos figuras simétricas: el intelectual responsable, que toma responsabilidades que culminan en la irresponsabilidad asesina, como en los casos de Heidegger y de Sartre, que usted denuncia, y el intelectual fuera del poder, que culmina en la des responsabilización frente a los crímenes ¿Podemos formular así las cosas? Y, en ese caso, ¿dónde sitúa usted el papel correcto del intelectual y de la crítica?

C.C.: Es necesario deshacerse a la vez de la sobreestimación y de la subestimación del papel del intelectual. Hubo pensadores y escritores que ejercieron una influencia inmensa en la historia (y no siempre positiva, por otro lado). Platón es, sin duda, el ejemplo más notorio de esto, porque todavía hoy todo el mundo, incluso sin saberlo, reflexiona en términos platónicos. Pero en todos los casos, a partir del momento en que alguien se entromete para opinar sobre la sociedad, la historia, el hombre, el ser, entra en el campo social-histórico de fuerzas y desempeña ahí un papel que puede ir desde lo ínfimo hasta lo considerable. Decir que ese papel es un papel de "poder" sería, en mi opinión, un abuso del lenguaje. El escritor, el pensador, con los medios particulares que le dan su cultura, sus capacidades, ejerce una influencia en la sociedad, pero eso forma parte de su papel de ciudadano: dice lo que piensa y toma la palabra bajo su responsabilidad. Nadie puede deshacerse de esta responsabilidad, ni siquiera el que no habla y, por ese hecho, deja hablar a los otros y permite que el espacio social sea ocupado, quizás, por ideas monstruosas. No se puede, a la vez, acusar al "poder" intelectual y denunciar, en el silencio de los intelectuales alemanes después de 1933, una complicidad con el nazismo.

O.M.: Da la impresión de que cada vez es más difícil encontrar puntos de apoyo para criticar o para expresar lo que funciona mal. ¿Por qué hoy ya no funciona la crítica?

C.C.: La crisis de la crítica sólo es una de las manifestaciones de la crisis general y profunda de la sociedad. Está este pseudoconsenso generalizado; la crítica y el oficio de intelectual están mucho más atrapados en el sistema que antes y de una manera más intensa; todo está mediatizado, las redes de complicidad son casi omnipotentes. Las voces discordantes o disidentes no son ahogadas por la censura o por unos editores que ya no se atreven a publicarla, son ahogadas por la comercialización general. La subversión está atrapada en la indistinción de lo que se hace, de lo que se propaga. Para hacer la publicidad de un libro, se dice inmediatamente: "Este es un libro que revoluciona su ámbito" -pero se dice también que las pastas Panzani revolucionaron la cocina. La palabra "revolucionario" -como las palabras "creación" o "imaginación"- se ha vuelto un slogan publicitario; es lo que se llamaba hace algunos años la recuperación. La marginalidad se vuelve algo reivindicado y central; la subversión es una curiosidad interesante que completa la armonía del sistema. La sociedad contemporánea tiene una capacidad terrible para sofocar cualquier divergencia verdadera, ya sea callándola o convirtiéndola en un fenómeno entre otros, comercializado como los otros.

Podemos detallar aún más. Los propios críticos traicionan su papel de críticos; los autores traicionan su responsabilidad y su rigor, y existe la vasta complicidad del público, que no es inocente en este asunto, pues acepta el juego y se adapta a lo que se le da. El conjunto es instrumentalizado, utilizado por un sistema anónimo a su vez. Todo esto no es el acto de un dictador, de un puñado de grandes capitalistas o de un grupo de creadores de opinión; es una inmensa corriente social-histórica que va en esa dirección y hace que todo se vuelva insignificante. Evidentemente, la televisión ofrece el mejor ejemplo de esto: si algo se coloca en el centro de la actualidad durante 24 horas, se vuelve insignificante y deja de existir después de esas 24 horas, porque se encontró o se debe encontrar otra cosa que tomará su lugar. Culto de lo efímero que exige al mismo tiempo una contracción extrema: lo que se llama en la televisión estadounidense el attention span, la duración útil de la atención de un espectador, era de diez minutos todavía hace algunos años, para caer gradualmente a cinco minutos, a un minuto, y ahora a diez segundos. El spot televisivo de diez segundos es considerado el medio de comunicación más eficaz; es el que se utiliza durante las campañas presidenciales, y es totalmente comprensible que esos spots no contengan nada sustancial, sino que estén consagrados a insinuaciones difamatorias. Aparentemente, es lo único que el espectador es capaz de asimilar. Eso es a la vez verdadero y falso. La humanidad no se ha degenerado biológicamente, las personas todavía son capaces de poner atención a un discurso argumentado y relativamente largo; pero es cierto también que el sistema y los medios de comunicación "educan" (a saber, deforman sistemáticamente) a las personas, de tal modo que no puedan finalmente interesarse en nada que sobrepase algunos segundos, o algunos minutos como máximo. Ahí hay una conspiración, no en el sentido policial, sino en el sentido etimológico: todo eso "respira junto", sopla en la misma dirección de la de una sociedad donde toda crítica pierde su eficacia.

O.M.: ¿Pero cómo fue tan fecunda y tan virulenta la crítica durante el período que culminó en 1968 (período sin desempleo, sin crisis, sin SIDA, sin racismo al estilo Le Pen), y hoy, con la crisis, el desempleo, todos los demás problemas, la sociedad es apática?

C.C.: Hay que revisar las fechas y los periodos. En lo esencial, la situación de hoy existía ya a finales de los años 50. En un texto escrito en 1959-1962[2] yo ya describía la entrada de la sociedad en una etapa de apatía, de privatización de los individuos, de repliegue de cada uno sobre su pequeño círculo personal, de despolitización, que ya no era coyuntural. Es cierto que durante el decenio de 1960 los movimientos en Francia, Estados Unidos, Alemania, Italia y otros lugares, los de los jóvenes, de las mujeres, de las minorías parecían haber desmentido este diagnóstico. Pero a partir de mediados de los años 70 se pudo ver que se trataba de una especie de última llamarada de movimientos iniciados con la Ilustración. Prueba de ello es que todos estos movimientos sólo movilizaron finalmente a pequeñas minorías de la población.

Hay factores coyunturales que desempeñaron un papel en esta evolución; por ejemplo, los conflictos petroleros. En si mismos, no tienen importancia, pero facilitaron una contraofensiva, un chantaje a la crisis de las capas dirigentes. Pero esta contraofensiva no habría podido tener los efectos que tuvo si frente a ella no se hubiera encontrado una población cada vez más átona. Al final de los años 1970, en Estados Unidos, quizás por primera vez después de un siglo, se dieron acuerdos entre empresas y sindicatos, donde éstos últimos aceptaban reducciones de salarios. Se observaron niveles de desempleo que hubieran sido impensables desde 1945 y sobre los que yo había escrito que se habían vuelto imposibles, pues habrían hecho explotar inmediatamente el sistema. Hoy vemos que me había equivocado.

Pero detrás de estos elementos coyunturales hay factores mucho más graves. El derrumbe primero gradual y luego acelerado de las ideologías de izquierda; el triunfo de la sociedad de consumo; la crisis de las significaciones imaginarias de la sociedad moderna (significaciones de progreso y/o de revolución); todo esto, sobre lo que regresaremos, manifiesta una crisis del sentido, y esta crisis de sentido es la que permite a los elementos coyunturales desempeñar el papel que desempeñan.

O.M.: Pero esta crisis del sentido o de la significación ya ha sido analizada. Parece que pasamos, en algunos años o decenios, de la crisis como crisis, en la forma que la entendía Husserl, a un discurso sobre la crisis como pérdida ylo ausencia de sentido, a una especie de nihilismo. ¿No habrá dos tentaciones tan próximas como difíciles de identificar: por un lado, deplorar la decadencia efectiva de los valores occidentales heredados de la Ilustración (tenemos que digerir Hiroshima, Kolyma, Auschwitz, el totaliarismo en el Este); proclamar, por otra parte (es la actitud nihilista o desconstructivista), que la decadencia es el nombre mismo de la modernidad occidental tardía, que ésta es insalvable o sólo puede ser salvada con un retorno a los orígenes (religiosos, morales, fantasmáticos...), que Occidente es culpable de esta aleación de razón y de dominación que ejecuta su control sobre un desierto? Entre estas dos tendencias, de mortificación, donde Auschwitz y Kolyma son imputados a la Ilustración, y de nihilismo, que se remite (o no) al  "retorno a los orígenes", ¿Dónde se sitúa usted?

C.C.: Ante todo, pienso que esos dos términos que usted opone se reducen finalmente a lo mismo. En gran parte, la ideología y la mistificación desconstruccionistas se apoyan sobre la "culpabilidad" de Occidente: provienen, para decirlo con pocas palabras, de una mezcla ilegítima, donde la crítica (hecha desde hace tiempo) del racionalismo instrumental e instrumentalizado es confundida subrepticiamente con la denigración de las ideas de verdad, de autonomía, de responsabilidad. Se juega con la culpabilidad de Occidente relativa al colonialismo, al exterminio de las otras culturas, a los regímenes totalitarios, a la imaginería del dominio, para saltar a una crítica falaz y autoreferentemente contradictoria del proyecto grecooccidental de autonomía individual y colectiva, de las aspiraciones a la emancipación, de las instituciones en las que éstas se han encarnado, aunque sólo sea de manera parcial e imperfecta. (Lo más curioso es que esos mismos sofistas no se privan, de vez en cuando, de presentarse como defensores de la justicia, de la democracia, de los derechos del hombre, etc.)

Dejemos de lado a Grecia. El Occidente moderno, desde hace siglos, está animado por dos significaciones imaginarias sociales completamente opuestas, incluso si se han contaminado mutuamente: el proyecto de autonomía individual y colectiva, la lucha por la emancipación del ser humano, tanto intelectual y espiritual como efectiva en la realidad social, y el proyecto capitalista, demencial, de la expansión ilimitada de un pseudo dominio pseudo racional que ha dejado de implicar desde hace tiempo solamente a las fuerzas productivas y a la economía, para volverse un proyecto global (y, por lo mismo, aún más monstruoso), de un dominio total de los elementos físicos, biológicos, psíquicos, sociales, culturales. El totalitarismo es sólo la punta más extrema de este proyecto de dominación que, además, se invierte en su propia contradicción, pues incluso la racionalidad restringida, instrumental del capitalismo clásico se vuelve en él irracionalidad y absurdo, como lo han mostrado el stalinismo y el nazismo.

Para regresar al punto de partida de su pregunta, usted tiene razón al decir que no vivimos hoy una krísis en el verdadero sentido del término, a saber, un momento de decisión. (En los escritos hipocráticos, la krísis, la crisis de una enfermedad, es el momento paroxístico al final del cual el enfermo muere o, por una reacción saludable provocada por la propia crisis, inicia su proceso de curación.) Vivimos una fase de descomposición. En una crisis hay elementos opuestos que se combaten, mientras que lo que caracteriza precisamente a la sociedad contemporánea es la desaparición del conflicto social y político. La gente descubre hoy lo que escribíamos hace treinta o cuarenta años en Socialisme ou Barbarie, a saber: que la oposición derecha/izquierda ya no tiene ningún sentido; los partidos políticos oficiales dicen lo mismo, Baladur hace hoy lo que Bérégovoy hacía ayer. En realidad, no hay ni programas opuestos, ni participación de la gente en conflictos o luchas políticas, o simplemente en una actividad política. En el plano social, no solamente existe la burocratización de los sindicatos y su reducción a un estado esquelético, sino la casi desaparición de las luchas sociales. Nunca ha habido tan pocos días de huelga en Francia, por ejemplo, como en los últimos diez o quince años y casi siempre estas huelgas tienen un carácter categoríal o corporativista.[3]

Pero, como ya dijimos, la descomposición se ve particularmente en la desaparición de las significaciones, en el desvanecimiento casi completo de los valores. Y esto es, al final, amenazante para la sobrevivencia del sistema mismo. Cuando, como es el caso en todas las sociedades occidentales, se proclama abiertamente (y en Francia, la izquierda tiene la gloria de haberlo hecho como la derecha no se había atrevido a hacerlo) que el único valor es el dinero, la ganancia, que el ideal sublime de la vida social es el "enriquézcanse", ¿podemos concebir que una sociedad pueda continuar funcionando y reproduciéndose sobre esta única base? Si es así, los funcionarios deberían pedir y aceptar propinas para hacer su trabajo, los jueces deberían poner en subasta las decisiones de los tribunales, los maestros deberían poner buenas calificaciones a los niños cuyos padres les hayan pasado un cheque, y así todo lo demás. Escribí hace ya casi quince años: la única barrera para las personas hoy es el miedo a la sanción penal. ¿Pero por qué los que administran esa sanción serían a su vez incorruptibles? ¿Quién cuidará a los cuidadores? La corrupción generalizada que se observa en el sistema político económico contemporáneo no es periférico o anecdótico, se ha vuelto un rasgo estructural, sistémico de la sociedad en que vivimos. En realidad, tocamos aquí un factor fundamental, que los grandes pensadores políticos del pasado conocían y que los supuestos “filósofos políticos", malos sociólogos y pobres teóricos, ignoran espléndidamente: la íntima solidaridad entre un régimen social y el tipo antropológico (o el abanico de esos tipos) necesario para hacerlo funcionar. Los tipos antropológicos [¿arquetipos?], en su mayoría, fueron heredados por el capitalismo de los periodos históricos anteriores: el juez incorruptible, el funcionario weberiano, el maestro dedicado a su tarea, el obrero para el que su trabajo, a pesar de todo, era una fuente de orgullo. Esos personajes se vuelven inconcebibles en el periodo contemporáneo: no se ve por qué se los reproduciría, quién los reproduciría, en nombre de qué funcionarían. Incluso un tipo antropológico que es la creación propia del capitalismo, el empresario schumpeteriano -que combina una inventiva técnica con la capacidad de reunir capitales, de organizar una empresa, de explorar, de penetrar, de crear mercados- está desapareciendo. Es reemplazado por burocracias gerenciales y por especuladores. Una vez más, todos los factores conspiran. ¿Por qué luchar para hacer producir y vender, en el momento en que un golpe de suerte sobre las tasas de cambio en la Bolsa de Nueva York o de otro lugar puede traernos 500 millones de dólares en algunos minutos? La sumas que están en juego en la especulación de cada semana son del orden del PNB de Estados Unidos en un año. Resulta de esto un drenaje de los elementos más "emprendedores" hacia este tipo de actividades absolutamente parasitarias desde el punto de vista del propio sistema capitalista.

Si ponemos juntos todos estos factores, tomando en cuenta, además, la destrucción irreversible del entorno terrestre que la "expansión" capitalista trae necesariamente (condición necesaria, a su vez, de la "paz social") podemos y debemos preguntarnos cuánto tiempo todavía podrá funcionar el sistema.

O.M.: Este "deterioro" de Occidente, esta "descomposición" de la sociedad, de los valores, esta privatización y esta apatía de los ciudadanos, ¿no se deben también al hecho de que los desafíos, frente a la complejidad del mundo, se han vuelto desmesurados? Quizás somos ciudadanos sin brújula...

C.C.: Que los ciudadanos no tengan brújula es cierto, pero eso proviene precisamente del deterioro, de la descomposición, del desgaste sin precedentes de las significaciones imaginarias sociales. Podemos comprobarlo en más ejemplos. Ya nadie sabe hoy lo que es ser ciudadano; pero tampoco sabe nadie lo que es ser hombre o mujer. Los papeles sexuales están disueltos, ya no sabemos en qué consiste eso. Antes, lo sabíamos en los diferentes niveles de la sociedad, de categoría, de grupo. No digo que estuviera bien. Me coloco en un punto de vista descriptivo y analítico. Por ejemplo, el famoso principio: "El lugar de la mujer está en el hogar" (que precedió al nazismo por varios milenios) definía un papel para la mujer: criticable, alienante, inhumano, todo lo que se quiera, pero en todo caso una mujer sabía lo que tenía que hacer: estar en el hogar, mantener una casa. Igualmente, el hombre sabía que debía alimentar a su familia, ejercer la autoridad, etc. Lo mismo en el juego sexual: en Francia nos burlamos (y creo que con toda la razón) del ridículo legalismo de los americanos, con las historias de acoso sexual (que ya no tienen nada que ver con los abusos de autoridad, de posición patronal, etc.), las reglamentaciones detalladas publicadas por universidades sobre el consentimiento explícito exigido de la mujer en cada etapa del proceso, etc. Pero, ¿quién no ve la inseguridad psíquica profunda, la pérdida de las referencias identificatorias sexuales que ese legalismo intenta patéticamente paliar? Ocurre lo mismo en las relaciones padres/hijos: nadie sabe hoy lo que es ser una madre o un padre.

O.M.: Este deterioro del que hablamos no es obra, ciertamente, sólo de las sociedades occidentales. ¿Qué hay que decir de las otras? Y, por otro lado, ¿podemos decir que afecta también a los valores revolucionarios occidentales? ¿Y cuál es el papel, en esta evolución, de la famosa  "culpabilidad " de Occidente?

C.C.: En la historia de Occidente, hay acumulación de horrores (contra los otros, así como contra sí mismo). Ese no es un privilegio de Occidente: ya sea en China, en la India, en África antes de la colonización o entre los aztecas, las acumulaciones de horrores están en todas partes. La historia de la humanidad no es la historia de la lucha de clases, es la historia de los horrores, aunque no sólo sea eso. Existe, es cierto, una cuestión por debatir, la del totalitarismo: ¿Es, como creo, el resultado de esta locura del dominio en una civilización que producía los medios de exterminio y de adoctrinamiento a una escala nunca antes vista en la historia, es un destino perverso inmanente a la modernidad como tal, con todas las ambigüedades de que es portadora, o es otra cosa? En nuestra presente discusión, es una cuestión, por decirlo así, teórica, en la medida en que Occidente ha dirigido los horrores del totalitarismo contra los suyos (incluyendo a los judíos), en la medida en que el "Mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos" no es una frase de Lenin, sino de un duque muy cristiano, y no fue pronunciada en el siglo XX, sino en el XVI, en la medida en que los sacrificios fueron practicados abundante y regularmente por culturas no europeas, etc. El Irán de Jomeini no es un producto de la Ilustración.

Hay algo, en cambio, que es la especificidad, la singularidad y el pesado privilegio de Occidente: esta secuencia social-histórica que empieza con Grecia y se retorna, a partir del siglo XI en Europa occidental, es la única en la que se ve emerger un proyecto de libertad, de autonomía individual y colectiva, de crítica y de autocrítica: el discurso de denuncia de Occidente es la más brillante confirmación de ello. Pues somos capaces, en Occidente, al menos algunos de nosotros, de denunciar el totalitarismo, el colonialismo, la trata de negros o el exterminio de los indios de Estados Unidos. Pero no he visto que los descendientes de los aztecas, de los chinos o de los hindúes hagan una autocrítica análoga, y veo aún hoy cómo los japoneses niegan las atrocidades que cometieron durante la Segunda Guerra Mundial. Los árabes denuncian sin cesar que fueron colonizados por los europeos, imputándoles todos los males que sufren: la miseria, la falta de democracia, la detención del desarrollo de la cultura árabe, etc. Pero la colonización de algunos países árabes por los europeos duró, en el peor de los casos, ciento treinta años: es el caso de Argelia, de 1830 a 1962. Pero estos mismos árabes fueron reducidos a la esclavitud y colonizados por los turcos durante cinco siglos. La dominación turca sobre el Cercano y Medio Oriente comienza en el siglo XV y termina en 1918. Ocurre que los turcos eran musulmanes, así que los árabes no hablan de eso. El desarrollo de la cultura árabe se detuvo hacia el siglo XI, en el siglo XII como máximo. Ocho siglos antes de que se tratara de una conquista por Occidente. Y esta misma cultura árabe se había construido sobre la conquista, el exterminio y/o la conversión más o menos forzada de las poblaciones conquistadas. En Egipto, en el año 550 de nuestra era, no había árabes, ni en Libia, Argelia, Marruecos o Irak. Están ahí como los descendientes de los conquistadores que vinieron a colonizar estos países y a convertir por las buenas o por las malas a las poblaciones locales. Pero no veo ninguna crítica de esos hechos en el círculo de la civilización árabe. Igualmente, se habla de que los europeos ejercieron la trata de negros a partir del siglo XVI, pero nunca se dice que la trata y la reducción sistemática de los negros a la esclavitud fueron introducidas en África por mercaderes árabes a partir del siglo XI-XII (con la participación cómplice, como siempre, de los reyes y jefes de tribus negras), que la esclavitud nunca fue abolida espontáneamente en los países islámicos y que subsiste todavía en algunos de ellos. No digo que todo eso borre los crímenes cometidos por los occidentales, sólo digo que la especificidad de la civilización occidental es esa capacidad de cuestionarse y de autocriticarse. En la historia occidental hay, como en todas las demás, atrocidades y horrores, pero sólo Occidente ha creado esa capacidad de protesta interna, de puesta en duda de sus propias instituciones y de sus propias ideas, en nombre de una discusión razonable entre seres humanos que sigue abierta indefinidamente y no conoce un dogma último.

O.M.: Usted dice en algún lugar que el peso de la responsabilidad de la humanidad occidental, por ser precisamente ella la que creó esa protesta interna, le hace pensar que ahí es donde debe dar se primero una transformación radical. ¿No parecen estar ausentes, hoy, esos requisitos de una verdadera autonomía, de una autoinstitución de la sociedad, quizás de un “progreso", en pocas palabras de una renovación de las significaciones imaginarias creadas por Grecia y retomadas por el Occidente europeo?

C.C.: Primero, no hay que mezclar en nuestra discusión la idea de "progreso". No hay progreso en la historia, salvo en el ámbito instrumental. Con una bomba H podemos matar a mucha más gente que con un hacha de piedra; y las matemáticas contemporáneas son infinitamente más ricas, poderosas y complejas que la aritmética de los primitivos. Pero una pintura de Picasso no vale ni más ni menos que un fresco de Lascaux y de Altamira, la música de Bali es sublime y las mitologías de todos los pueblos son de una belleza y de una profundidad extraordinarias. Y si hablamos del plano moral basta con mirar lo que está ocurriendo a nuestro alrededor para dejar de hablar de "progreso". El progreso es una significación imaginaria esencialmente capitalista, que atrapó incluso al propio Marx.

Con todo, si consideramos la situación actual, situación no de crisis sino de descomposición, de deterioro de las sociedades occidentales, nos encontramos nuevamente frente a una antinomia de primera magnitud. Es la siguiente: lo que se requiere es inmenso, llega muy lejos (y los seres humanos, como son y como los reproducen constantemente las sociedades occidentales, y también las otras, están inmensamente alejados de tenerlo). ¿Qué es lo que se requiere? Tomando en cuenta la crisis ecológica, la extrema desigualdad de la repartición de las riquezas entre países ricos y países pobres, la casi imposibilidad de que el sistema continúe su curso presente, lo que se requiere es una nueva creación imaginaria de una importancia sin igual en el pasado, una creación que ubicaría en el centro de la vida humana otras significaciones que no fueran la expansión de la producción o del consumo, que plantearía objetivos de vida diferentes, que pudieran ser reconocidos por los seres humanos como algo que valiera la pena. Eso exigiría evidentemente una reorganización de las instituciones sociales, de las relaciones de trabajo, de las relaciones económicas, políticas, culturales. Ahora bien, esta orientación está extremadamente apartada de lo que piensan, y quizás de lo que desean los humanos de hoy. Esta es la tremenda dificultad con la que nos enfrentamos. Deberíamos querer una sociedad en la cual los valores económicos hubieran dejado de ser centrales (o únicos), donde la economía regresara a su lugar como simple medio de la vida humana y no como fin último, en la cual, por lo tanto, renunciáramos a esta loca carrera hacia un consumo siempre creciente. Eso no solamente es necesario para evitar la destrucción definitiva del entorno terrestre, sino también y sobre todo para salir de la miseria psíquica y moral de los humanos contemporáneos. Sería necesario, entonces, que a partir de ese momento los seres humanos (hablo ahora de los países ricos) aceptaran un nivel de vida decente pero frugal, y renunciaran a la idea de que el objetivo central de su vida es que su consumo aumente de 2 a 3% por año. Para que aceptaran eso, sería necesario que otra cosa diera sentido a sus vidas. Se sabe, yo sé lo que puede ser esa otra cosa, pero evidentemente eso no sirve de nada si la gran mayoría de las personas no lo acepta y no hace lo necesario para que se realice. Esa cosa es el desarrollo de los seres humanos, en lugar del desarrollo de los cachivaches. Eso exigiría otra organización del trabajo, que debería dejar de ser un incordio para convertirse en un campo de despliegue de las capacidades humanas; otros sistemas políticos, una verdadera democracia que implique la participación de todos en la toma de decisiones; otra organización de la paideia para formar ciudadanos capaces de gobernar y de ser gobernados, como decía admirablemente Aristóteles, y así sucesivamente. Evidentemente, todo eso plantea problemas inmensos: por ejemplo, ¿cómo podría una democracia verdadera, una democracia directa, funcionar ya no a una escala de 30.000 ciudadanos, como en la Atenas clásica, sino a una escala de 40 millones de ciudadanos, como en Francia, o incluso a la escala de varios miles de millones de individuos en el planeta. Problemas inmensamente difíciles, pero que en mi opinión tienen solución, a condición, precisamente, de que la mayoría de los seres humanos y sus capacidades se movilicen para crearla, en lugar de preocuparse por saber cuándo podremos tener una televisión de tres dimensiones.

Estas son las tareas que tenemos frente a nosotros, y la tragedia de nuestra época es que la humanidad occidental no se preocupa por ellas. ¿Cuánto tiempo permanecerá esta humanidad obsesionada por estas inanidades y estas ilusiones que se llaman mercancías? ¿Acaso una catástrofe cualquiera (ecológica, por ejemplo) traería un despertar brutal, o más bien traería regímenes autoritarios o totalitarios? Nadie puede responder a ese tipo de preguntas. Lo que se puede decir es que todos los que tienen conciencia del carácter terriblemente importante de lo que está en juego deben intentar hablar, criticar esa carrera hacia el abismo, despertar la conciencia de sus conciudadanos.

O.M.
: Un artículo de F. Gaussen en Le Monde evocaba recientemente un cambio cualitativo: una decena de años después del "silencio de los intelectuales ", el derrumbe del totalitarismo en el Este funciona como una validación del modelo democrático occidental,- los intelectuales vuelven a tomar la palabra para defender ese modelo, algunos invocando a Fukuyama, otros a Tocqueville y el consenso ambiente sobre el “pensamiento débil" Ese no es, sin duda, el "cambio" que usted desea...

C.C.: Digamos ante todo que las vociferaciones de 1982-1983 sobre el "silencio de los intelectuales" no son más que una operación micropolítica. Los que vociferaban querían que los intelectuales corrieran a salvar al Partido Socialista, cosa que pocas personas estaban dispuestas a hacer (incluso si muchos se aprovecharon de él para obtener puestos y demás). Como al mismo tiempo -por esta última razón o por otras-, nadie lo quería criticar al partido, se produjo el endurecimiento. Pero todo esto concierne al microcosmos parisino, no tiene ningún interés y está muy alejado de, lo que hablamos. Y tampoco hay un "despertar" de los intelectuales en ese sentido.

Pienso también que lo que usted llama el "tocquevillismo ambiente" va a tener una vida corta. Nadie va a discutir que Tocqueville es un pensador muy importante; vio en Estados Unidos, cuando era muy joven, en los años de 1830, cosas muy importantes, pero no vio otras igualmente importantes. Por ejemplo, no le dio el peso necesario a la diferenciación social y política ya plenamente instalada en su época, ni al hecho de que el imaginario de la igualdad permanecía confinado a ciertos aspectos de la vida social y no tocaba a las relaciones efectivas de poder. Ciertamente, sería de pésimo gusto preguntar a los actuales seguidores de Tocqueville, o a los que se presentan como tales: ¿y ustedes qué tienen para decir, como seguidores de Tóqueville, sobre las fuertes diferenciaciones sociales y políticas que no se atenúan de ningún modo, sobre las nuevas que se crean, sobre el carácter fuertemente oligárquico de las supuestas "democracias", sobre la erosión de los presupuestos tanto económicos como antropológicos de la "marcha hacia la igualación de las condiciones", sobre la incapacidad visible del imaginario político occidental de penetrar muy vastas regiones del mundo no occidental? ¿Y sobre la apatía política generalizada? Ciertamente, sobre este último punto se nos dirá que Tocqueville entreveía ya la emergencia de un "Estado tutelar"; pero ese Estado, si bien en efecto es tutelar (lo que anula toda idea de "democracia"), no es, de ningún modo, como él lo creía, "benévolo". Es un Estado totalmente burocratizado, librado a los intereses privados fagocitado por corrupción, incapaz incluso de gobernar por tener que mantener un equilibrio inestable entre los grupos de presión de todo tipo que despedazan a la sociedad contemporánea. Y la "igualdad creciente de las condiciones" acabó significando simplemente la ausencia de signos exteriores de estatus heredado y la igualación de todos por el equivalente general, a saber, el dinero, a condición de que lo tengamos. Si usted quiere rentar una suite en el Crillon o en el Ritz, nadie le preguntará quién es usted o qué hacía su abuelo. Basta con estar bien vestido y tener una cuenta bien provista en el banco.

El “triunfo de la democracia a la occidental” duró algunos meses. Lo que vemos es el estado de Europa del Este y de la ex "URSS", Somalia, Ruanda- Burundi, Afganistán, Haití, África subsahariana, Irán, Irak, Egipto, Argelia y demás. Todas estas discusiones tienen un costado terriblemente provinciano. Se discute como si los temas de moda en Francia agotaran las preocupaciones del planeta. Pero la población francesa representa el 1% de la población terrestre. Estamos por debajo de lo irrisorio.

La aplastante mayoría de la población del planeta no experimenta la “igualad de condiciones", sino la miseria y la tiranía. Y, contrariamente a lo que creían tanto los liberales como los marxistas, no está de ninguna manera preparándose para acoger el modelo occidental de la república capitalista liberal. Lo único que busca en el modelo occidental son armas y objetos de consumo (ni el habeas corpus, ni la división de poderes). Es muy visible en los países musulmanes (unos mil millones de habitantes), en la India (casi otros mil millones), en África, en China (otros mil millones), en la mayor parte del sureste asiático y en América Latina. La situación mundial, extremadamente grave, vuelve ridículas tanto la idea de un "fin de la historia" como de un triunfo universal del “modelo democrático a la occidental”. Y ese "modelo" se vacía de su sustancia incluso en sus países de origen.

O.M.
: Sus acerbas críticas del modelo occidental liberal no deben impedimos ver las dificultades de su proyecto político global. En un primer movimiento, la democracia es para usted la creación imaginaria de un proyecto de autonomía y de autoinstitución, que usted espera ver triunfar. En un segundo movimiento, usted extrae de esos conceptos de autonomía y de autoinstitución lo que necesita para criticar capitalismo liberal. Dos preguntas: Primero, ¿no tiene usted allí una manera de hacer su propio duelo del marxismo, a la vez como proyecto y como crítica? Y segundo, ¿no hay en eso una especie de ambigüedad, en la medida en que esta "autonomía" es precisamente lo que el capitalismo necesita estructuralmente para funcionar, atomizando a la sociedad, "Personalizando" la clientela, volviendo dóciles y útiles a unos ciudadanos que habrán interiorizado, todos, la idea de que consumen por su propia voluntad, que obedecen por su propia voluntad?

C.C.: Voy a comenzar por su segunda pregunta, que reposa sobre un malentendido. La atomización de los individuos no es la autonomía. Cuando un individuo compra un refrigerador o un carro, hace lo que hacen otros 40 millones de individuos, no es ni individualidad ni autonomía, ese es justamente uno de los engaños de la publicidad contemporánea: "personalícese, compre el detergente X." Y ahí van millones de individuos a "personalizarse" comprando el mismo detergente. O bien, 20 millones de hogares, a la misma hora, en el mismo minuto oprimen el mismo botón de sus televisores para ver las mismas estupideces. Y en eso radica la confusión imperdonable de Lipovetsky y de otros, que hablan de individualismo, de narcisismo, etc., como si ellos mismos se hubieran tragado los fraudes publicitarios. El capitalismo, como lo muestra precisamente este ejemplo, no necesita autonomía sino conformismo. Su triunfo actual es que vivimos una época de conformismo generalizado, no solamente en lo que se refiere al consumo, sino también a la política, las ideas, la cultura, etc.
Su primera pregunta es más compleja. Pero antes haré una aclaración "psicológica". Ciertamente, yo fui marxista; pero ni la crítica del régimen capitalista ni el proyecto de emancipación son invenciones de Marx. Y creo que mi trayectoria muestra que mi principal preocupación no ha sido nunca "salvar" a Marx. Muy tempranamente critiqué a Marx, precisamente porque descubrí que no había sido fiel a ese proyecto de autonomía.

En cuanto al fondo del asunto, hay que retomar las cosas desde antes. La historia humana es creación, lo que quiere decir que la institución de la sociedad es siempre autoinstitución, pero autoinstitución que no sabe que lo es y no quiere saber que lo es. Decir que la historia es creación significa que no podemos ni explicar ni deducir tal forma de sociedad a partir de factores reales o de consideraciones lógicas. La naturaleza del desierto o el paisaje de la Edad Media no explican el nacimiento del judaísmo ni, por otra parte, como nuevamente está de moda decir, la superioridad filosófica del monoteísmo sobre el politeísmo. El monoteísmo hebreo es una creación del pueblo hebreo. Y no es ni la geografía griega ni el estado de las fuerzas productivas en la época lo que explica el nacimiento de la polis democrática griega, porque había ciudades por todo el mundo mediterráneo de esa época, y la esclavitud estaba en todos lados (en Fenicia, en Roma, en Cartago). La democracia fue una creación griega, creación que ciertamente fue limitada, pues existía la esclavitud, el estatus de las mujeres, etc. Pero la importancia de esta creación yace en la idea, inimaginable en aquella época para el resto del mundo, de que una colectividad puede autoinstituirse explícitamente y autogobernarse.

La historia es creación y cada forma de sociedad es una creación particular. Hablo de institución imaginaria de la sociedad porque esta creación es obra del imaginario colectivo anónimo. Los hebreos imaginaron, crearon su Dios como un poeta crea un poema, como un músico crea una música. La creación social es, por supuesto, infinitamente más amplia, ya que es cada vez creación de un mundo, el mundo propio de esa sociedad: en el mundo de los hebreos hay un Dios con características muy particulares, que creó este mundo y a estos hombres, les dio leyes, etc. Lo mismo es cierto para todas las sociedades. La idea de creación no es en absoluto idéntica a la idea de valor: una cosa social o individual no debe ser valorada sólo por ser una creación valorada. Auschwitz y el Gulag son creaciones del mismo modo que el Partenón o Nuestra Señora de París. Son creaciones monstruosas, pero creaciones absolutamente fantásticas. El sistema de concentración es una creación fantástica, y eso no quiere decir que debemos avalarla. Las agencias publicitarias dicen: "Nuestra compañía es más creativa que las otras." Puede serlo para crear idioteces o monstruosidades.

Entre las creaciones de la historia humana, hay una que es singularmente singular: la que permite a la sociedad considerada cuestionarse a sí misma. Creación de la idea de autonomía, de retorno reflexivo sobre sí misma, de crítica y de autocrítica, de interrogación que no conoce ni acepta ningún límite. Creación, por lo tanto, al mismo tiempo de la democracia y de la filosofía. Porque, del mismo modo que un filósofo no acepta ningún límite exterior para su pensamiento, la democracia no reconoce límites externos de su poder instituyente, sus únicos límites resultan de su autolimitación. Sabemos que la primera forma de esta creación es la que surge en la Grecia antigua, sabemos o deberíamos saber que es retomada, con otras características, en Europa occidental ya desde el siglo XI, con la creación de las primeras comunidades burguesas que reivindican el autogobierno, luego con el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración, las revoluciones de los siglos XVIII y XIX, el movimiento obrero, y más recientemente con otros movimientos emancipadores. En todo esto, Marx y el marxismo sólo representan un momento, importante en algunos aspectos, catastrófico en otros. Y gracias a esta serie de movimientos subsiste en la sociedad contemporánea un cierto número de libertades parciales, esencialmente parciales y defensivas, cristalizadas en algunas instituciones: derechos del hombre, no retroactividad de las leyes, cierta separación de los poderes, etc. Estas libertades no han sido otorgadas por el capitalismo, fueron arrancadas e impuestas por estas luchas seculares. Ellas son también las que hacen del régimen político actual no una democracia (no es el pueblo el que detenta y ejerce el poder), sino una oligarquía liberal. Régimen bastardo, basado en la coexistencia del poder de las capas dominantes con una protesta social y política casi ininterrumpida. Pero, por más paradójico que pueda parecer, la desaparición de esta protesta es lo que pone en peligro la estabilidad del régimen. Si el capitalismo pudo desarrollarse como lo ha hecho, ha sido porque los obreros se han defendido. No es seguro que el régimen pueda continuar funcionando con una población de ciudadanos pasivos, de asalariados resignados, etc.

O. M.: ¿Pero cómo podría funcionar hoy una democracia participativa? ¿Cuáles serían los relevos sociales de una protesta o de una crítica eficaces? Usted evoca a veces una estrategia de espera o de paciencia, que esperaría un deterioro acelerado de los partidos políticos. Habría también una estrategia de lo peor, que buscaría el agravamiento de la situación para que se salga de la apatía generalizada. Pero hay también una estrategia de la urgencia, que se adelantaría a lo imprevisible. ¿Cómo y gracias a quién llegará lo que usted llama "concebir otra cosa, crear otra cosa "?

C.C.: Usted mismo lo dijo, yo solo no puedo dar una respuesta a esas preguntas. Si hay una respuesta, la dará la gran mayoría del pueblo. Por mi parte, compruebo por un lado la inmensidad de las tareas y su dificultad, la extensión de la apatía y de la privatización en las sociedades contemporáneas, lo pesadillesco e intrincado de los problemas que se plantean en los países ricos y de los que se plantean en los países pobres, y así sucesivamente. Pero también, por otro lado, no se puede decir que las sociedades occidentales estén muertas, si repasamos pérdidas y ganancias de la historia. Ya no vivimos en la Roma o en la Constantinopla del siglo IV, donde la nueva religión había congelado todo movimiento, y donde todo estaba entre las manos del emperador, del papa y del patriarca. Hay signos de resistencia, personas que luchan aquí y allá; en Francia existen desde hace diez años las coordinaciones; todavía aparecen libros importantes. En el correo dirigido a Le Monde, por ejemplo, se encuentran con frecuencia cartas que expresan puntos de vista totalmente sanos y críticos.

Evidentemente, no puedo saber si todo esto basta para invertir la situación. Lo que es seguro, es que los que tienen conciencia de la gravedad de estas preguntas deben hacer todo lo que está en sus manos -ya sea con la palabra, con lo escrito o simplemente con su actitud en el sitio que ocupan- para que la gente despierte de su letargo contemporáneo y comience a actuar en el sentido de la libertad.
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Referencias.


1 En la “Introducción General” de la Société bureaucratique, vol. I, París, 10/18, 1973, y en “Fait et à faire”, epilogo a Autonomie et Autotransformation de la socieété, la philosophie militante de Cornelius Castoriadis, París, Droz, 1989.
2 Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne, publicado en su momento en Socialisme ou Barbarie y reproducido en el volumen de las ediciones 10/18, Capitalisme moderne et révolution. 
3 Cualquiera que sea su resultado final, las huelgas que actualmente (noviembre-diciembre de 1995) tienen lugar en Francia, por su significado implícito, no se ajustan a esta caracterización. 


















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