Jean-Claude Michéa
En múltiples aspectos de su
filosofía, George Orwell se acerca mucho a la sensibilidad anarquista. Él mismo
lo reconoce explícitamente en Homenaje a Cataluña cuando afirma: "Si sólo
hubiese tenido en cuenta mis preferencias personales, hubiese optado por unirme
a los anarquistas'' (capítulo 8). De hecho, para el Freedom Defense Committee,
que Orwell dirigía junto a Herbert Read, la defensa de los anarquistas
encarcelados era una de sus principales preocupaciones. Sin embargo, es
imposible considerar al autor de 1984 un anarquista en el sentido doctrinal y
militante del término. En ninguno de sus ensayos se defiende la idea de que una
sociedad sin estado sea posible o incluso deseable. A decir verdad, Orwell era
simplemente un demócrata radical, y por tanto, partidario de un estado de
derecho, capaz de asumir sus funciones "con la mayor eficacia y el mínimo de
obstáculos posibles''.[1]
Así, el hecho de que Orwell se
definiera en varias ocasiones como un anarchist tory es ante todo una muestra
de la complejidad de su pensamiento político. Asimismo, no hay que olvidar que,
para el autor, se trataba más bien de una broma y no de un concepto teórico,
aunque, como señala certeramente Simon Leys, dicha fórmula constituye "la
mejor definición de su temperamento político''.[2] Esta expresión va a
constituir mi punto de partida para intentar identificar ciertos aspectos de
1984, generalmente mal conocidos o infravalorados.
La historia de 1984 es, ante
todo, la historia de la rebelión del individuo, Winston Smith, contra el poder
absoluto de los señores de Oceanía. Pero al final de la novela esta rebelión se
derrumba. Así pues, 1984, es, aparentemente, la historia de un fracaso. Sin
embargo, poco se ha dicho sobre el hecho de que el fracaso de Winston no se
debe a que cualquier rebelión contra el poder de Gran Hermano sea imposible,
sino a que su propia rebelión es básicamente falsa. Por un lado, opta por
prescindir del apoyo de los proletarios, cuando, en realidad, su presencia
masiva y silenciosa planea constantemente en la obra. Después, cuando Winston
finalmente decide actuar y organizarse, se une a la misteriosa "Fraternidad''
del no menos misterioso Goldstein, una organización que acabará revelándose
como una oposición facticia, creada y manipulada por el propio Partido. Esta
es, pues, la primera lección política de la novela:
aunque la rebelión del
individuo ante un poder tiránico siempre es comprensible desde el punto de
vista psicológico, nada garantiza, a priori, que las ideas y los actos que la
materializan sean a su vez legítimos o simplemente eficaces. Lo cierto es que
existen rebeliones alienadas, es decir, rebeliones que se ajustan perfectamente
a la lógica de los sistemas que pretenden combatir y que suelen contribuir a
reforzar sus efectos. Para Orwell, esto ocurre cuando una rebelión no procede
de la "cólera generosa'' que, por ejemplo, inspiraba a Dickens (como veremos,
esta cólera generosa siempre está vinculada a la common decency), sino cuando
sus raíces psicológicas profundas se hallan en la envidia, el odio y el
resentimiento. Ninguna auténtica rebelión puede surgir de esta fuente
envenenada.[3] Y es que los que están poseídos por su propio odio pueden
perfectamente imaginarse que son la negación en acto del despotismo reinante,
pero en términos fotográficos, sólo son el negativo de la película. Basta con
leer la famosa escena en la que Winston entra a formar parte de la "Fraternidad'' para descubrir hasta qué punto, como señalaba Evelyn Waugh,
esta peculiar organización es otra banda más, que en nada se diferencia del
Partido.

O'Brien inició sus preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se tratara de una rutina, una especie de catecismo, cuyas respuestas ya conocía en su mayoría.-¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?-Sí.-¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?-Sí.-A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares de personas inocentes?-Sí.-A vender vuestro país a las potencias extranjeras?-Sí.-¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir drogas, a fomentar la prostitución, a extender enfermedades venéreas... a hacer todo lo que pueda causar desmoralización y debilitar el poder del Partido?-Sí.-Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño,¿estaríais dispuestos a hacerlo?-Sí.-¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a vivir el resto de vuestras vidas como camareros o cargadores de puerto?-Sí.-¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo ordenemos?-Sí.
Este pasaje no deja lugar a
dudas. Winston Smith no simboliza al "hombre ordinario'', tan encomiado en la
obra de Orwell; se trata simplemente de una réplica exacta de esos miles de
intelectuales, miembros del Partido, que, por un resquicio de humanidad (o un
mínimo de inteligencia crítica) y motivos distintos en cada caso, deciden
oponerse a la máquina que acabará destruyéndolos pero a la que, hasta el
momento, habían servido con absoluta fidelidad.[4]
Por regla general, el poder
fascina únicamente a aquellos que buscan en él un medio para vengarse de las
humillaciones padecidas. De ahí que la voluntad de poder sea el corolario
lógico del resentimiento. Esta verdad decisiva, ya explorada por Dostoievsky,
nos conduce al núcleo del "anarquismo'' orwelliano. La segunda lección de
consiste en que el amor al poder constituye el principal obstáculo que aleja a
los hombres de una sociedad justa. Según la excelente fórmula de Sonia Orwell,
una sociedad justa es una sociedad libre, igualitaria y decente (the free,
equal, and decent society). En la medida en que la rebelión del intelectual moderno
contra el orden establecido suele alimentarse de su propio resentimiento (a
diferencia de los trabajadores y los humildes, en los que se trata del rechazo
espontáneo a las injusticias reales que padecen o de las que son testigos), es
lógico que el contexto intelectual de las sociedades contemporáneas, en su
sentido más amplio, represente para Orwell la encarnación privilegiada de la
voluntad de poder. Ello explica que en la sociedad de Oceanía: "La nueva
aristocracia estaba formada en su mayoría por burócratas, hombres de ciencia,
técnicos, organizadores sindicales, especialistas en propaganda, sociólogos,
educadores, periodistas y políticos profesionales. Esta gente, cuyo origen
estaba en la clase media asalariada y en la capa superior de la clase obrera,
había sido formada y agrupada por el mundo inhóspito de la industria
monopolizada y el gobierno centralizado. Comparados con los miembros de las
clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les
tentaba menos el lujo y más el puro deseo de poder, y, sobre todo, tenían más
conciencia de lo que estaban haciendo y se dedicaban con mayor intensidad a
aplastar a la oposición.''
Este "puro deseo de poder'', es
decir, la necesidad psicológica de tener al otro a su merced, puede manifestarse
en muchos grados. Los primeros son evidentes en las relaciones cotidianas entre
los individuos: así por ejemplo, el placer maníaco que algunos experimentan
controlando constantemente lo que dicen y hacen los demás, manipulando su
tiempo u organizando sus vidas. En un grado más desarrollado, se aprecia
también el extraño gusto por dar órdenes, por "vigilar y castigar'', por vejar
y humillar. Mas el grado superior del amor al poder es, por supuesto, la
necesidad de ejercer sobre el otro un dominio violento, ya sea psicológica o
físicamente. La política totalitaria se pone en marcha en este último nivel. La
mejor prueba de esta idea se encuentra en el discurso de O'Brien que
reproducimos a continuación:
Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro? Winston pensó un poco y respondió: -Haciéndole sufrir. -Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas á estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tormento, un mundo para pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y la humillación. Todo lo demás lo destruiremos, todo.
Ya estamos aplastando los hábitos mentales
que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos que
unían al hijo con el padre, al hombre con el hombre y al hombre con la mujer.
Nadie se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no
habrá ya ni esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer,
como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual
será extirpado donde persista. La procreación consistirá en una formalidad
anual como la renovación de la cartilla de racionamiento. Aboliremos el
orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá
más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran
Hermano. No habrá risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un
enemigo. Cuando seamos todopoderosos, ya no necesitaremos la ciencia. No habrá
ya distinción entre la belleza y la fealdad. Ya no habrá curiosidad, ni alegría
de vivir. Todos los placeres de la emulación serán destruidos. Pero siempre, no
lo olvides, Winston, siempre existirá el afán de poder, la sed de dominio, que
aumentará constantemente y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá la
emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si
quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando
un rostro humano... eternamente.[5]
Esta feroz homilía, que tan bien
describe la estructura psicológica de los intelectuales totalitarios, define de
forma simultánea y por defecto, la mentalidad del hombre corriente (al que
Orwell llama the common man o the ordinary people), es decir el hombre al que
el poder deja indiferente y que para existir ante sí mismo, no experimenta la
necesidad de ejercer un dominio violento sobre sus semejantes. Efectivamente,
los "entimientos humanos corrientes'' se resumen en la capacidad para "el
amor, la amistad, la alegría de vivir, la risa, la curiosidad, el valor, la
integridad'', de la que suelen carecer los poderosos. En su conjunto, estas disposiciones
definen la common decency, esto es, la práctica cotidiana de la ayuda mutua y
de la reciprocidad generosa, quizás "innata'',[6] y que, en cualquier caso,
representa el mínimo necesario para cualquier buena vida y la condición
indispensable para cualquier rebelión que aspire ser justa. No hay que olvidar
que la common decency, según esta definición, no debe reducirse a las
dimensiones que Orwell le atribuye en la obra de Dickens. No se trata de una
idealización literaria, sino, ante todo, de un hecho cotidiano comprobado, un
conjunto efectivo de formas de dar, recibir y devolver que, tras desarrollarse
y purificarse, constituyen la base psicológica del socialismo. Desde este punto
de vista, la investigación de Wigan Pier y, más aún, la experiencia española
fueron los detonantes de su idea de que el civismo tradicional de los pueblos
era la única garantía para que, un día, el socialismo llegara a ser algo más
que un sueño utópico o una pesadilla hecha realidad. "En cierto modo, sería
lícito decir que experimentábamos una prueba del socialismo, con lo que quiero
decir que el estado de espíritu reinante era el del socialismo'' (Homenaje a
Cataluña, cap. 7).
Así pues, el elogio de la common
decency y la correspondiente crítica al resentimiento y a la voluntad de poder
son indudablemente la característica más relevante del socialismo orwelliano:
el verdadero revolucionario no es un puritano impulsado por lo que Spinoza
denominaba las "pasiones tristes'', más allá de la máscara que la retórica
ideológica haya sabido imponerles. Su decencia innata, su generosidad natural
y, sin duda, su sentido del humor lo sitúan en las antípodas de ese "mundo de
odio y eslóganes''[7] que, de Netchaiev al Ché Guevara ha sido el elemento
natural de las inteligencias totalitarias.[8]
Esta última idea nos permite
introducir el tercer aspecto político de 1984: la relación entre el mundo del
odio y el de los eslóganes es estructural. La comprensión intuitiva del vínculo
existente entre "el pensamiento totalitario y la corrupción del lenguaje''
(Collected Essays, 1946, vol.4. p. 188) explica perfectamente la profunda
repulsión que Orwell sentía hacia los usos estereotipados de la lengua. No
obstante, aunque la jerga política sea el mejor ejemplo de un pensamiento que
prescinde del cerebro, Orwell también percibió que esta descomposición de la
inteligencia crítica ya era totalmente funcional en las sociedades liberales. A
juzgar por la jerga dominante en los medios, las empresas o la administración,
este diagnóstico sigue teniendo plena validez. De este modo, y siguiendo el
pensamiento orwelliano, si el periodista "enrollado'', el ejecutivo "dinámico'' o el gestor "visionario'' sólo son capaces de expresarse con los
términos de sus respectivas neolenguas, no puede tratarse de una tendencia
inocente. En realidad, representan el imperio de estos poderes sobre la
organización de nuestras vidas.
Asimismo, las repetidas críticas
y las advertencias de Orwell contra la decadencia vertiginosa de la lengua
moderna, sus llamamientos para preservar un inglés vivo y popular, su concepto
de la literatura como forma privilegiada de escritura política, no deben
considerarse como síntomas de purismo maníaco y elitista. Por el contrario, si
la lengua contemporánea, sobre todo la de los jóvenes, principal objetivo de la
sociedad comercial, se empobrece inquietantemente y si poco a poco van
desapareciendo el sentimiento poético y el genio popular de la lengua[9] se debe
a que las élites modernas son capaces de crear un mundo a su imagen y
semejanza.
Indudablemente, la necesidad de
Orwell de volver a legitimar un cierto grado de "conservadurismo'' se deriva
del imperativo de proteger el civismo y la lengua tradicional. Efectivamente,
ninguna sociedad deseable puede existir, ni siquiera concebirse, si, de acuerdo
con la tradición apocalíptica abierta por san Juan y san Agustín, la llegada
del "hombre nuevo'' depende de nuestra capacidad para hacer "tabla rasa'' con
el pasado. Por tanto, a no ser que contemos con las bases necesarias
fundamentadas en un patrimonio antropológico, moral y lingüístico, resultará
imposible cambiar la vida. Olvidar o rechazar estas premisas siempre ha llevado
a los intelectuales "revolucionarios'' a construir los sistemas políticos más
asfixiantes que puedan imaginarse. En otras palabras, ninguna sociedad digna de
las posibilidades modernas de la especie humana tiene la más mínima posibilidad
de existir si el movimiento radical no es capaz de asumir sus tareas
conservadoras. Esta es, pues, la última y primordial lección de 1984: el
sentido del pasado, y por tanto, la capacidad de recordar y añorar, constituyen
condiciones totalmente indispensables en cualquier empresa revolucionaria que
no se resigne a ser una variante inédita de los errores ya cometidos.

¿Por qué brindamos esta vez [preguntó O'Brien]? ¿Por la confusión de la Policía del Pensamiento? ¿Por la muerte de Big Brother? ¿Por el futuro?-Por el pasado ---respondió Winston.-Sí, el pasado es más importante ---reconoció O'Brian con gravedad. [p. 66]
Por ello, si Winston Smith,
competente y eficaz funcionario del Ministerio de la Verdad, conserva una parte
de humanidad (esto es lo que lo acerca a los proletarios) es sobre todo porque
le fascinan todas las formas del pasado. Será esta pasión la que cause su
pérdida: M. Charrington, el gerente de la tienda de antigüedades, en realidad
pertenece a la Policía del Pensamiento. Antes de que el amor de Julia confiera
a su deseo de resistencia una base más altruista, durante toda la novela, es
esta fascinación la que constituye la clave psicológica de su rebelión contra
el Partido. Por el contrario, el esfuerzo por destruir el pasado es el eje que
organiza la política del "Ingsoc''. En definitiva, esto implica que la
rebelión de Winston Smith, por muy alienada que resulte,[10] es en su origen una
rebelión conservadora. De ahí también que, a menos que os combates contra el
servilismo moderno se basen conscientemente en los aspectos positivos del
pasado, están abocados a un fracaso radical y definitivo.
Pero existe un problema real: es
sabido que en la neolengua moderna, es decir, en la forma de hablar destinada a
prevenir cualquier pensamiento "políticamente incorrecto'', "conservadurismo'' es la "palabra-clave'' (blanket word[11]) que designa el "crimen de pensamiento'' por excelencia: la que marca nuestra complicidad con
todas esas encarnaciones del mal político como la "Derecha'', el "Orden
establecido'' o la "sociedad de intolerancia y de exclusión''. Dado que esta
mistificación forma parte del núcleo del capitalismo moderno y que constituye
su principal línea defensiva, se impone cuestionar sus postulados
fundamentales, aunque sólo sea para medir el extraordinario coraje intelectual
de Orwell al rehabilitar, incluso por juego, una palabra que había sido tan
demonizada por la izquierda bienpensante, si es que hoy en día queda otra.
En Inglaterra, la oposición entre
Whigs y Tories se impuso a partir del siglo XVII para distinguir el "Partido
del movimiento'' del "Partido de la conservación''. En aquella época, con
dichos términos se designaba, por un lado, al partido del capitalismo liberal,
favorable a la economía de mercado, al desarrollo del individualismo calculador
y todas sus correspondientes costumbres; por el otro, a los partidarios del
Antiguo Régimen, es decir, un orden social a un tiempo comunitario y altamente
jerarquizado. La trampa filosófica en la que la izquierda estaba abocada a caer
se evidencia dado que, cuando asimiló el conservadurismo a la derecha, se
exponía a retomar para sí misma gran parte de los mitos fundadores del
progresismo whig. Ahora bien, si por "socialismo'' entendemos el proyecto
formulado en el siglo xix en el que se superaban las contradicciones internas
del capitalismo liberal, resulta obvio que el esfuerzo por integrar el
socialismo en la temática de la izquierda progresista (labor que en Francia fue
llevada a cabo por el caso Dreyfus[12]) no podría estar libre de problemas. En la
práctica, ello implicaba casi necesariamente denominar "socialistas'' o "progresistas'' a todo el conjunto presuntamente coherente de los diferentes
movimientos de modernización que, desde principios del xix, socavaban el orden
establecido. Como bien ha demostrado Arno Mayer (cf. La Persistence de l'Ancien
Régime, Flammarion, 1983), ello significaba que se había olvidado que la base
económica y social de dicho orden siguió siendo, hasta 1914, fundamentalmente
agraria y aristocrática. En estas circunstancias, el llamamiento de la
izquierda a romper con toda mentalidad "arcaica'' y "conservadora'' se
confundía forzosamente con las exigencias culturales del capitalismo liberal,
que, efectivamente, nada tiene que ver con la tiranía de la Iglesia, la nobleza
o el ejército. En realidad, está vinculado a un tipo de civilización que puede
ser cualquier osa salvo conservadora, como Marx, antes que J. Schumpeter y D.
Bell, lo había claramente señalado.
La burguesía no puede existir sin la revolución constante de los instrumentos de producción, por lo tanto, de las relaciones de producción y, con ellas, de todas las relaciones sociales. Por el contrario, para todas las clases industriales precedentes, mantener sin cambios el antiguo modo de producción era la primera condición de su existencia. Esa conmoción incesante de la producción, esta permanente ruptura de todo el sistema social, esta agitación e inseguridad perpetuas diferencian a la época burguesa de todas las precedentes. Todas las relaciones sociales fijas y obsoletas, con su cohorte de concepciones e ideas antiguas y venerables son barridas y las que las reemplazan caducan antes de haber podido osificarse. Todo lo que era sólido y permanente se esfuma, todo lo que era sagrado, se profana. [Marx, Manifiesto Comunista, capítulo 1.]
En otras palabras, el capitalismo
es, por definición, un sistema social autocontestario, cuyo auténtico
imperativo categórico consiste en la disolución permanente de todas las
condiciones existentes. La izquierda moderna -esto es, la que ni siquiera tenía
la excusa de enfrentarse realmente a los poderes tradicionales del Antiguo
Régimen ya que en su mayoría éstos desaparecieron con la Primera Guerra
Mundial-, con su empeño por definirse pura y simplemente como el "Partido del
cambio'' y el conjunto de las "Fuerzas de progreso'', estaba abocada a atrapar
definitivamente a los trabajadores y a la gente humilde en la trampa histórica.
Desde esta perspectiva, triste aunque moderna, la única posibilidad que le
restaba al término "socialismo'' era convertirse en el otro nombre del
desarrollo ad infinitum de la gran industria,
y de forma generalizada, de la
aprobación precrítica de la modernización integral e ilimitada del mundo:
globalización de los intercambios, tiranía de los mercados financieros,
urbanismo delirante, constante revolución de las tecnologías de la
sobrecomunicación, etc.[13]. Así pues, es lógico que el miedo patético por
parecer "desfasado'' en algo, sea lo que sea, un miedo que se erige en
pensamiento en la mayoría de los intelectuales de izquierdas, haya acabado por
sellar la actual unión entre el futuro radiante y el cibermundo y su
complemento espiritual, el espíritu "liberal-libertario'' que domina la
falacia del mundo del espectáculo y de los medios de comunicación.

Una época en que las
trivialidades más básicas se consideran paradojas resulta bastante curiosa. Sin
embargo, cuando durante todo el siglo xx, las ambiciones históricas de la
izquierda han podido utilizarse tan fácilmente contra los pueblos, cuando el
progresismo se presenta como la simple verdad idealizada del capital,[14] es
tiempo de adoptar abiertamente un cierto conservadurismo crítico, que, hoy por
hoy, representa uno de los pilares necesarios para cualquier crítica radical a
la sobremodernidad y a las formas de vida sintéticas que pretende imponernos.
Este fue el mensaje de Orwell. A nosotros nos corresponde restituir a su idea
de anarchist tory la dignidad filosófica que le corresponde.
__________________________________________
Notas.
1 Según los términos del manifiesto de Orwell
para The League for The Dignity and Rights of Man (citado en B. Crick, Orwell:
une vie, 1984, p.432).
2 Esta observación de Simon Leys (Orwell ou
l'orreur de la politique, 1984, p.27) coincide con el análisis central de
George Woodcock, militante anarquista y amigo de Orwell (concretamente, en el
capítulo 3, "Orwell, Radical or Tory?'' de su libro Orwell's message, Harbour
Publishing, 1984). Señalamos de antemano que el principal reproche de Orwell a
las formas contemporáneas de anarquismo está más dirigido a su fascinación por
la modernidad que a su proyecto de sociedad sin Estado: "Para Orwell, Herbert
Read, es un crítico demasiado amable. El ámbito de sus afinidades es muy
amplio, quizás demasiado. Lo único que realmente odia es el conservadurismo
[...] De este modo, Read simpre está a favor de lo nuevo y contra lo viejo; y
al ser favorable al anarquismo, los conservadores le rechazan. Esto crea
contradicciones, que no ha sido capaz de resolver.'' (Collected Essays.
Jouranlism and Letters of George Orwell, Penguin Books, vol. 4, p. 68-73. Se
trata de una recensión escrita en 1945 acerca de Ocasional Essays de Herbert
Read).
3 Carlyle es un buen ejemplo de la falsa
rebelión. Efectivamente, "la medida (de su egoísmo) es su tristeza'', y si "llegó a tomar partido por los pobres, no fue por generosidad sino por su
deseo de atacar a la sociedad. El término esplín es el más adecuado para
calificar el peculiar temperamento de Carlyle, el esplín del egoísta
inconsciente: el perpetuo acusador, el descubridor de pecados inéditos'' (G.
Orwell, Essais, articles, lettres, vol. 1, Éditions Ivrea, 1995, p.57-58).
4 En la traducción al francés de Amélie
Audiberti (1950) se observa un curioso lapsus que no ha sido corregido en
ediciones posteriores. En dicha traducción, el proletariado, es decir todos los
que no pertenecen al Partido interior o al Partido exterior, representaba un
15% de la población de Oceanía. Sin embargo, en el original, el proletariado
constituye un 85% de la población, por lo que Winston Smith no representa al
pueblo sino a las clases inferiores de la élite (el Partido exterior). Por otro
lado, cabe recordar que el personaje ni siquiera resulta amable o simpático.
Según nos revela el narrador, toda su infancia transcurre marcada por la
terrorífica imposibilidad de dar y compartir. En realidad, sólo su amor por
Julia y su delicado gusto por la naturaleza y por los objetos antiguos logrará,
poco a poco, humanizar su rebelión.
5 Esta última imagen aparece muchas veces en
los ensayos de Orwell. Quizás la influencia proceda de El talón de hierro de
Jack London.
6 En cualquier caso, se trata de un virtud "cuyo origen no data exactamente del siglo XX'' (Homenaje a Cataluña, capítulo
12). En este libro, Orwell describe varias veces la forma española de la common
decency: "Los españoles, con su decencia innata y su toque de anarquismo
omnipresente, podrían lograr que incluso los comienzos del socialismo fuesen
soportables'' (capítulo 7).
7 Expresión empleada en Coming up for air,
una de las novelas más interesantes y menos conocidas de Orwell.
8 Netchaiev: "El revolucionario, duro
consigo mismo, debe serlo también con los demás. Todas las afinidades, todos
los sentimientos que podrían enternecerle y que nacen de la familia, la
amistad, el amor o el reconocimiento deben desaparecer a favor de la pasión
única y fría de la obra revolucionaria'' (Catéchisme révolutionnaire, Éditions
Spartacus, nº43 B, 1971, p.62). Che Guevara: "El odio como factor de lucha; el
odio intransigente hacia el enemigo, que lleva al ser humano más allá de sus
límites y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar.
Así es como deben ser nuestros soldados'' ("Crear dos, tres, muchos Vietnam''
en Oeuvres, t. 3. Maspero, 1968, p. 309).
9 Acerca de la neolengua, puede leerse el
ensayo indispensable de Jacques Dewitte "Le pouvoir du langage et la liberté
de l'esprit. Réflexion sur l'utopie linguistique de Georges Orwell'', Les Temps
modernes, mayo 1991.
10 Esta rebelión sólo se construye sobre el
amor y la consideración hacia el otro, elementos básicos de la common decency,
de forma tardía y bastante incompleta:
-¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros
y no volveros a ver nunca?
-No -interrumpió Julia.
A Winston le pareció que había pasado
muchísimo tiempo antes de contestar. Durante algunos momentos creyó haber
perdido el habla. Se le movía la lengua sin emitir sonidos, formando las
primeras sílabas de una palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía
qué palabra iba a decir:
-No -dijo por fin.
-Hacéis bien en decírmelo -repuso
O'Brien-. Es necesario que lo conozcamos todo.
Es obvio que el universo psicológico de
Winston Smith es muy diferente al de Dickens: su cólera no es generosa o muy
poco generosa.
11 En la neolengua, las "palabras-clave'' son
términos cuyo sentido ha sido ampliado "hasta que engloban series enteras de
palabras que pueden ser borradas u olvidadas puesto que su sentido puede
aprehenderse con un único término comprensible'' (p.114). Así, "crimensexual''
designa "las desviaciones sexuales de cualquier tipo'', ya sean "normales'' o "perversas''.
12 El socialismo clásico (cf. Marx) no se
sitúa con respecto al sistema derecha/izquierda, sino con respecto a la
oposición entre las clases trabajadoras y la burguesía. Desde este punto de
vista, la idea de un "pueblo de izquierdas'' es una monstruosidad teórica
inverosímil. La referencia a la Revolución Francesa ni siquiera es fundamental
en este proyecto, como bien demuestra el ejemplo de Fourier. Sobre este caso
preciso, puede consultarse Fourier de Jonathan Beecher, Fayard, 1993.
13 Tras el estudio de Wigan Piger (1936),
Orwell ya podía describir dicho proceso con asombrosa precisión: "El hecho es
que el socialismo pierde terreno precisamente donde debería ganarlo. Con tantos
argumentos a su favor, ya que cualquier estómago vacío es un argumento a favor
del socialismo, la idea de socialismo es menos aceptada comúnmente que hace
diez años. En nuestros días, no sólo el ciudadano medio piensa que no es
socialista, sino que está claramente en contra del socialismo. Y ello se debe
fundamentalmente a una propaganda equivocada. Ello significa que el socialismo,
en la versión que se nos presenta en la actualidad, posee algo intrínsecamente
desagradable [...]. Ahora, el tipo de persona que está dispuesta a aceptar el
socialismo es también aquella que contempla el progreso mecánico, por sí mismo,
con entusiasmo. Tanto es así que los socialistas suelen ser incapaces de
comprender que existen opiniones opuestas. Por regla general, el argumento más
convincente al que recurren es decir que la actual mecanización del mundo no es
nada comparable a lo que el socialismo nos depara. Allí donde haya un avión,
mañana habrá cincuenta. Todo el trabajo manual, lo harán las máquinas. Todo lo
que es de cuero, madera o piedra, será de plástico, vidrio o acero. Ya no habrá
desorden, ni imperfecciones, ni desiertos, ni animales salvajes, ni malas
hierbas, ni enfermedades, ni pobreza, ni sufrimiento y así sucesivamente. El
mundo socialista es, ante todo, un mundo ordenado y eficaz. Pero es
precisamente esta visión brillante del futuro a la Wells la que rechazan los
espíritus más sensibles. No hay que olvidar que esta representación del "progreso'', concebida por estómagos saciados, no pertenece a la doctrina
socialista. Pero uno acaba por pensar que sí, lo que explica que el conservadurismo
innato de todo el mundo se rebele tan fácilmente contra el socialismo.'' (The
Road to Wigan Pier, Penguin Books, 1989, p.159 y 176. La traducción es
nuestra.)
14 Acerca de la crítica a la mitología
progresista, se impone reflexionar sobre el excelente libro de Pierre
Thuillier, La Grande Implosion, Fayard, 1995, evidentemente censurado por la
prensa oficial.
Fuente: Este artículo es la versión escrita de una conferencia
dictada en noviembre de 1995 ante el grupo de Montpellier de la Fédération
anarchiste. Fue publicado en el ensayo de Jean-Claude Michéa sobre George
Orwell, Orwell, anarchiste tory, Editions Climats, 1995. De Jean-Claude Michéa
se ha publicado en castellano La escuela de la ignorancia, Acuarela Libros,
Madrid, 2002. La versión digital se publicó por primera vez en la Biblioweb de
sinDominio el 25 de junio de 2003, día del centenario del nacimiento de George
Orwell, como homenaje a su memoria.
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